3.04.2014

Pasos desalineados

Voy sin rumbo por la ciudad, no tengo idea de cuál es el propósito de mi paseo; supongo que un simple impulso por salir, escapar de tanta realidad. No es algo extraño en mí esta necesidad de recorrer cada recoveco de mi mente, usando de catalizador todo eso que me cruzo al enredarme entre los pasadizos de la gran ciudad. Cada esquina acentúa la lealtad que Buenos Aires tiene para quien anda perdido en su caminar. Increíbles calles entre las que me crié, siempre acompñanado mi torpe andar. Invariablemente encuentro una esencia especial en este vagar sin destino, en busca de algo diferente que me sepa sorprender. Voy mirando aquello que la rutina sabe esconder bajo las agujas del reloj, esas contra las que corro a diario para no llegar tarde a la facultad.

Como sobresaliendo de la maraña de gente, los veo. Ellos van caminando, pero al revés. Veo sus nuncas avanzar hacia mí. Van en contra del mundo, iluminando con su diversión lo gris de este nublo y frío miércoles de junio. Sus pasos son lentos, consecuencia de alguna cuestión en particular que no llego a determinar. El chiquito, de unos cinco años de edad, lucha contra la mochila gigante que cuelga de su espalda. El bulto es muchísimo más grande que él. Nunca termino de entender qué tipo de gusto encuentran los padres en esa asimetría entre los nenes y sus pesadas bolsas de saber. Desde el bolsillo, un power ranger se regocija de su victoria, mientras quien lo carga con tanto esfuerzo -pero sin preocupación- siempre está a punto de caer, por lo que siempre terminar por festejar el logro de un paso más. El más grande, con más torpeza pero misma gracia, festeja el avance del chiquitín, mientras a pasos agigantados lo sobrepasa y vuelve a esperar. Se ríen. Noto cómo el pequeño busca la mirada de aprobación de aquel mayor, pero terimna por mirar sus diminutos pies para no tropezar. Al cabo de unos segundos, por fin puedo entender qué es lo que hacen. Están jugando. Ese usual desafío de no pisar las líneas es lo que los mantiene tan atentos, pero le sumaron una complicación más: caminar para atrás. Juegan en medio de esa eufórica rutina que caracteriza la hora pico en la calle Corrientes y, seguramente sin darse cuenta, logran aletargar las agujas del reloj. Desacelearar ese ritmo desenfrenado en que los porteños bien sabemos vivir.

¿Qué relación será la que los une? A juzgar por sus apariencias, una considerable cantidad de años separa su experiencia de vida, pero el muchacho no aparenta demasiada edad, por lo que no me parece que pueda ser el padre. Sus rasgos faciales, con una barba de no más de uno o dos días, figuran una persona de no más de veinticinco años. Quizá sea el tío, o un hermano bastante mayor. Miles de historias pueden estar ocultas tras ese par de incesantes carcajadas. Mi mirada sigue firme en intentar desentrañar todas las dudas, inclusive la de cómo se va complejizando el juego cada vez que avanzan-retroceden una baldosa más. Pareciera que ahora le agregaron la necesidad de pegar un salto desde una baldosa hacia la otra. No hay duda, reafirmo una vez más este place de pasar cerca de don hay colegios. Los hombres que andan con nenes me causan una ternura particular. Dibujan en mi cara una sonrisa que nunca puedo evitar.

Absortos en su entretenimiento sin fin, no perciben lo fijo de mis ojos sobre ellos. No se afligen ante mí, ni ante nadie; es que en realidad nadie les presta atención. La gente continúa caminando, los esquiva y sigue circulando como una coreografía sin fin. Parece que ninguno es capaz de salirse de su repertorio por un momento y sonreír. Es como si hubiesen sacado a todos y cada uno del mismo molde. La seriedad, el cansancio y el hartazgo parecen estar pintados -de manera indisoluble- en cada gesto. ¿Acaso así es como somo todos dentro de nuestra cotidianeidad? ¿Esa sensación de pesadumbre es la que transmito cada mañana? Cuánto más ameno pudiera ser todo si nos propusiéramos sonreír un poco más y que, a la inversa de Mafalda cuando propone sonreír para "ir desentonando por la vida", el diferente fuese el que comunique hastío en vez de felicidad.

A diferencia del resto, yo sí miro a este par de personajes. Pero no son los únicos  frente a mis ojos, sino que también me veo a mí misma cuando niña. Me recuerdo con mi metro veinte, concentrada, pensando en cómo hacer para que mi p iecito entre en las baldosas de "la vereda cuadriculada". Mientras la comisura de mis labios no sabe mentir, miro mí alrededor con la preocupación de que nadie haya visto lo que acaba de pasar: pisé la línea, perdí.


Agus Terrizzano
2012

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