Desde la otra punta de la casa escucho sus
pasos lentos acercarse. La travesía al baño pasa inevitablemente por mi
habitación. Aunque ella no lo sepa, a veces puedo sentir como su caminar se
detiene frente a mi puerta. Sus ojos buscan el huequito que la cortina deja
libre y miran hacia adentro para chequear que todo esté bien. Cada tanto, puedo
escuchar cómo me pregunta si volví bien, por qué no me dormí o mi tan preciado "¿te
sentís mejor, picha?” Espera unos segundos hasta obtener una respuesta que le
permita seguir durmiendo en paz. Cuando no la hay, sabe que estoy profundamente
dormida y surte el mismo efecto. O bueno, en todo caso, me rompe el celular a
llamadas a ver dónde estoy.
Sus ojos son celestes y profundos como el mar.
Se combinan con una sonrisa pícara que te convence de que nunca dejó de ser una
infante más. Su risa retumba por toda la gigante casa a menudo, y te explica
que las discusiones no pueden durar más de cinco minutos: casi siempre son a
fuerza de quién cuida más a quién. De vez en cuando, ella me pide que no me
vaya, que no sabe estar sola. Es la sexta de diez hermanos, y esposa de un loco
enamorado que no salió corriendo el día que le dijo que quería tener quince retoños.
Fueron once y la frontera con la que pasó de ser simplemente Adriana para
transformarse en mamá: mamucha, mamita, vieja, viejita. La super-heroína que crío
once rubiecitos que reman a veces distraídamente, pero siempre para el mismo
lado.
Casi una docena de bocas que alimentar, ocho
horas de laburo, siete días a la semana que nunca dejó. Química de afición,
madre de profesión. De ella aprendí lo que es ser justo y no dejarse comprar.
Que con esfuerzo se llega alto, y también que un trepador te puede hachar los
pies. Pero aún más importante, que más que ellos, vale la dignidad. Cuarenta
años después vino la tan merecida jubilación y los días enteros dedicados a
soñar (¡más todavía!). Once hijos, veinte nietos, y una pila de proyectos por
cumplir. Vale la pena recordar: no hay límite que pueda parar sus alas.
Ahora las horas compartidas son muchas más. A
diferencia de muchos, a mí eso me alegra. La escucho desubicarse. “Actitud de visitas”,
le dice mi hermana desde la cocina. Su risa hace eco como un trueno por toda la
casa una vez más, y entiendo todo: no sólo es una nena que nunca creció, sino
que además no quiere hacerlo. La miro fijo buscando su mirada cómplice que sabe
disculparse, pero que a la vez avisa que los chistes fáciles son inherentes a
su ser. Le sonrío y, sin decirle nada, deseo algún día ser como ella.
Es de noche. El reloj marcó las doce,
declarando la llegada del 8 de julio. Estoy sentada con mi hermana pegando
letras que forman “feliz cumple” sobre una guirnalda de búhos recortados. Mamá
mira asombrada el despliegue de manualidades. Sabe bien que ella se hubiese enredado
de sólo intentar. Sé que si no fuese tan tarde, nos contaría de esa vez que se
quedó (o se hubiese quedado, ya no sé) pegada a la mesa por intentar ser un
poco bricollage. Sonríe porque
imagina la casa llena de colores y guirnaldas. Me pregunta si le conseguí su
bonete. Cuando el sol saliese y terminase por dictaminar el día, estaría
formalmente cumpliendo 70. El alma pura de cuando tenía ocho y se trepaba a lo
s
techos sigue intacta. El deseo vuelve a mi mente: después de tanto tiempo sigue
riéndose de lo simple, colorido y hermoso que puede ser el mundo. Y cómo no va
a serlo para ella, si cada uno cosecha lo que siembra; y ella sembró un
familión.
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