Prendo la luz, me siento en el piso del comedor y miro. Mi habitación de toda la vida, vacía, parece que no tuviese alma. Me acuerdo cuando compré esas cortinas con papá. No sé muy bien cuándo, ni dónde, pero sí que vinieron con un almohadón de Mickey marinero que todavía sigue en mi cama. Yo no tendría más de cinco años. Me acuerdo de la felicidad de elegirlas, del almohadón que venía ¿de regalo? y de la novedad. En definitiva, la memoria de la alegría en el cuerpo y el momento compartido es lo que vale.
Hace algunos años, él me comentó la idea de que yo me cambie de habitación para poder armar ahí un escritorio: quería tener sus telescopios y libros a mano; un lugar para leer y estar. No llegamos a concretarlo. Ojalá lo hubiesemos hecho. Imagino lo que hubiese disfrutado del sol cuando atardece calentando la ventana. De un momento a otro, llegó el momento de vaciar el espacio y remodelar. Se me caen las lágrimas viendo el lugar sin nada. Me pongo nostálgica no sé muy bien por qué. Será que los 17 de cada mes siempre van a ser así. Sé que hubiese estado muy contento de verme en pleno cambio, dándole valor a mi espacio. Mi lugar. Mi rincón de la casa.
Ese que un día él pintó para mí.