12.04.2011

Bertres.

Casi sin excepción, una vez que se alcanza la segunda década de andar respirando por ahí, la mente está un tanto más allá de los límites que jamás creímos poder imaginar. La vida cambió radicalmente en los últimos pocos años desde que emprendiste tu carrera por el mundo, y la estructura de tus días ya no es igual.
Generalmente, con esta serie de intensos cambios no sólo se abren puertas a nuevas oportunidades, sino también nuestras formas de pensar; los horizontes se alejan, nuestros objetivos se pintan del color de la libertad. Aquel placer de hacer lo que sea que quieras en el momento que se te ocurra no es algo nuevo, pero sí puede serlo el hecho de ampliar su práctica a un plano mucho mayor. Y aquí nace el maravilloso sueño de tener una casa propia, lo que implica el final de una búsqueda, anclar luego de navegar en un gran mar de dudas... pero, inclusive más importante, el comienzo de una vida.
Remando por esa inagotable fuente de olas, fue como mis viejos comenzaron la exploración hacia este nuevo mundo allá por el año 61. A poco tiempo de haberse casado, y con tres incansables varones que criar, emprendían la búsqueda de aquella casa; la de sus sueños.
Las calles del barrio de caballito, en aquella enorme y calurosa Buenos Aires, parecían interminables a la hora de intentar tomar una decisión hasta que, finalmente, supieron que ese era su lugar. Un caserón de ya varios años de antigüedad - que se dejaba ver en los pedazos de pared que parecían estar a punto de caer - con puertas mitad madera, mitad vidrio, entradas de luz por donde fuese y dos enormes patios. Quizás un poco exagerada en tamaño, teniendo en cuenta que eran nada más que cinco personas y por lo menos siete ambientes pero, alguna luz del futuro iluminó sus ideas y tomaron la iniciativa correcta; espacio sería lo que -casi - iba a faltar. Años después, como ellos jamás se imaginaron, su amor dio más frutos de los esperados y cada recoveco de la casa empezó a llenarse. ¡Hasta parecía chica!
Fueron once los hijos que, día tras día y hora tras hora de trabajo, moldearon hasta convertirse en adultos y, si bien jamás vivieron los trece juntos bajo el mismo techo, si de algo sabe esta casa es de multitudes. Y, si de algo sabe esta familia, es de recuerdos.
Cada cual a su manera, con su locura y mañas le dio vida a estas paredes, a estas puertas, a estos pisos, a estos rincones.... recovecos llenos de sueños que nacieron una tarde cualquiera de diciembre, que conocieron cada secreto, anécdota y cagada que supieron mandarse; y que hoy valen más que cualquier cantidad de billetes apilados arriba de una mesa.
Cuarenta años después, mamá y papá siguen acordándose del día en que nació "Bertres". Esa, la casa del pueblo que nunca deja de ser "mi casa" por más años que lleves viviendo fuera de ella, ya buscando tus propios horizontes. Cada cual cuenta con su propio juego de llaves, con sus horarios, con su libertad de volver a esta gran mole de cemento y recuerdos cuando sea que requiera caminar un rato por el pasado; sentarse en el comedor diario a disfrutar del sol que entra por el ventanal o respirar el olor a primavera que el fondo siempre sabe regalar o, simplemente, visitar a quienes todavía seguimos acá.
"Bertres" como todos la llaman, no es sólo una casa, es ese lugar con el que mamá soñaba de chica tener cuando creciera, es esa terraza donde papá pone el telescopio para - de algún modo - acercarse a esa enorme luna que veía con sus ojos de nene de diez años en el pueblo en el que se crió. "Bertres" es un mundo aparte de locura, enredos... pero sobre todo risas, familia, companía, amigos, recuerdos. Una dimensión de paredes que han ganado vida y que no serían lo mismo sin ese no se qué, así como nosotros no seríamos nada sin esta casa: nuestro lugar; el de antes, el de ahora, el de siempre.

Agus Terrizzano.