5.04.2011

Viejas Cartas.


Era un día de primavera, de los primeros de octubre donde ver los rayos de sol por el ventanal ya empezaba a ser costumbre nuevamente. Rutinariamente, mamá se levantaba a hacerle el desayuno a papá, y después enfilaba a despertar a todo el resto de la casa, gatos incluidos. Me acuerdo haberme levantado con especial emoción, se acercaba mi cumpleaños y como digna nena de siete años nacida en los 90`ya tenía en mente que juguete de moda quería esta vez; nada me divertía más que caminar entre las góndolas de las barbies hasta encontrar la que fuese perfecta para unirse a la colección.

Almorzamos, y ni bien terminé el plato salí disparada a mirar la televisión pero, aunque así lo creyera, no era un día normal. Mamá y papá se predispusieron a abrigarme y subirnos al auto. Subieron una valija también, y ahí fue cuando ya no entendí que era lo que estaba pasando. ¿Quién iba a viajar? Visto y considerando que mi familia se compone de diez hermanos, había demasiadas opciones como para poder acertar rápidamente, por lo que tuve que indagar un poco a base de conversaciones en el viaje en auto hacia ezeiza. Y entendí, sin encontrar razones pero entendí. Mi hermano, Diego, estaba partiendo hacia Europa porque no aguantaba más el caos de Buenos Aires y necesitaba crecer un poco por sí mismo, ¿por qué no podía crecer por sí mismo un poco más cerca? Mi corta experiencia de vida no alcanzaba para responder a tal cuestionamiento. Los ocho contados días que faltaban para mi cumpleaños pasaron a ser noticia vieja y triste, no quería pasarlos con él a un océano de distancia, pero así fue.

El tiempo que tardé en acostumbrarme a no verlo todos los días fue extraño, pero al fin y al cabo pasó a ser moneda corriente que él estuviese sólo presente en el teléfono hasta que un día me llegó una carta, que fue la primera de una gran cantidad. Cartas llenas de palabras, de frases que denotaban cuanto cariño le hacía falta por los pagos que andaba transitando. Párrafos, oraciones, palabras cargadas de consejos que a mi corta edad no comprendía y guardaba en un cajón, pero que en días como hoy terminan por recordarme que es mucho más fácil si uno se toma las cosas a la ligera y con una sonrisa en la cara. Uno a veces se plantea que es en vano decirle algo a un nene, si total no te va a entender… pero ese concepto es un error. Esas, si se quiere, frases hechas terminan por moldear la forma en que esa persona va a encarar el mundo después e incluso ante la personalidad más fría pueden lograr una lágrima cuando vuelven a la memoria.

En todo momento olvido la existencia de esas hojas cuyo papel se vuelve amarillo, quebradizo y con la tinta más clara, pero cuando las desempolvo visitando su esencia descubro que son las mismas de siempre; ni siquiera el tiempo podrá quitarles el significado que le dan a mi vida. Releo esas palabras que alguna vez no quisieron decir nada y que hoy, sin embargo, valen más que nunca. Comentarios absurdos sobre series de mi infancia, y sobre todo invitaciones a ser libre, a no preocuparme por cosas mínimas que puedan poner grises mis días. Cuando abro esa caja, pareciera emanar felicidad, irradiar algo así como una nostalgia pero de la que nos recuerda que vale la pena estar en este mundo. Uno encajona cosas sin saber muy bien por qué, incluso olvida que están ahí y hoy, comprendí, que ya sé que voy a responder la próxima vez que alguien me pregunte: “¿Para qué guardas esto?” Porque ahora quizás sea una cosa más, pero cuando lo encuentre en un futuro va a hacer que recuerde esas cosas que el embudo de mi memoria quiso borrar, haciéndome feliz con el hecho de saber que, aún si sólo pertenece al pasado, de alguna forma u otra forma parte de mi persona y de quien soy. Los papeles, las notitas, los cartelitos por más estúpido sea su contenido hacen que revivas un momento, un olor… y hoy descubrí que pueden sacarte carcajadas hasta cuando ya crees que mantener los brazos en alto es casi imposible.

El papel envejece, se quiebra, toma humedad, se empolva pero las palabras que lo recubren jamás van a perder sentido, aunque los sentimientos u opiniones que plasmen ya no sean los mismos. Esas seguidillas de letras, no importa cuál sea el contenido que abarquen, siempre van a ser el estado más puro del alma. La subjetividad nos tiene presos a la hora de escribir, y por más intentos que hagamos para deshacernos de ella siempre hará que nuestros relatos, o lo que sea, pongan énfasis ahí donde nuestros sentidos están más seguros; entonces más allá de que la frase sea “Pikachu huele mal” como solía escribir mi hermano sólo para molestarme un poco, no deja de tener el sentido de querer hacerme saber que a pesar de todo, él estaba conmigo.



Agus Terrizzano

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