(...)
Él sigue durmiendo. Es raro que duerma tanto. Nunca puede dormir más de un par de horas, y hasta eso le resulta difícil, por culpa del maldito zumbido que no se le apaga nunca en el centro de la cabeza. La camisa de él, abierta sobre los pechos de ella, parece un camisón de fantasma; le llega casi a las rodillas. El viento sopla en ráfagas leves, y entonces la camisa se hace vela de barquito, y a ella el cosquilleo de la tela de hilo de algodón le estremece la piel: la camisa blanca de él, que tiene olor a él y la forma del cuerpo de él. Ella piensa que le pedirá que le deje la camisa. No, un regalo no, no te pido que me la regales: quiero tenerla, pero que siga siendo tuya. Él no la ve, no ve nada, ni siquiera sabe que por primera vez desde aquella vez está pudiendo dormir largamente: dormir, qué fiesta, parece mentira.
Él abre, por fin, los ojos, y los cierra en seguida. Parpadea, no quiere creer: ha desaparecido esa furia de abejas en el cráneo. La luz recorta el cuerpo de ella contra el vano de la ventana y enciende un aura dorada que le baja todo a lo largo del perfil. Está toda luminosa, desde el mentón erguido y el largo cuello en arco hasta la rodilla donde descansa la mano con un cigarrillo abandonado entre los dedos. (...) Ella vuelve la cabeza, lo mira sin sonreír. (...) Él sí sonríe. Había estado preso del sonido; recibe el silencio como una libertad.
"Te cuento un cuento de Babalú" en Vagamundos y otros relatos.
Eduardo Galeano.
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