6.09.2014

Saltar la vida

Detrás de un inacabable desierto se encuentra Las Grutas. Ciudad balnearia preferida por los rionegrinos, y por algunos porteños enamorados de huir de su ciudad. Ese había sido el destino elegido para las vacaciones familiares y ahí estábamos, en el transcurso de otro día de playa.
Caminé hasta la orilla y dejé que el agua comenzara a jugar entre mis dedos. Me divertía ese momento donde el mundo parecía perder toda su rigidez y se te hundían los pies. Un día, de sopetón, quizás acabase en China. Avancé unos pasos más. La piel de gallina invadió mi cuerpo. “Una, do, li, tuá…” cantaba mi mamá unos metros más atrás. Desde siempre, el fin de ese cántico había significado la hora de ser valiente y nadar. Así fue, me dejé ir por las olas del inmenso Atlántico. Ese gran envase de litros y litros de agua sin fin que imponía respeto a cualquiera que entrara en sus vaivenes.
Mi lugar preferido a la hora de meterme al mar siempre fue esa línea donde se puede saltar las olas, o tirarse debajo de ellas, pero sin que sean demasiado fuertes. Traumas de alguna barrenada fallida que me había dejado panza arriba escupiendo arena sin más. Estaba ensimismada manteniendo flote, cuando algo provocó que mi cabeza girara. “¡Arriba! Uh, ésta es grande, ¡metete abajo! ¡Saltá! Otra más, ¡saltá, Rubén!” Esas indicaciones y dos potentes carcajadas eran las que llegaban a mis oídos. Imaginé que le estarían enseñando cómo sortear olas, pero me asombraba la precisión del aviso tanto como el magnífico accionar del aprendiz. Fue en ese micro-instante cuando me di cuenta: para quien acataba órdenes no había horizonte, ni mar, ni agua, ni olas, ni sal, ni arena y mucho menos luz.
Luz. En el universo de Rubén no había luz. Ni sombras, ni colores. Sin embargo, tampoco había oscuridad. No, para nada, definitivamente no había oscuridad allí donde sus pupilas se perdían en el infinito. Quizá detrás de sus párpados hubiese un incesante cosmos de creatividad, pero ¿cómo sabría que el azul era azul y el amarillo era amarillo? Pues claro, el mundo podría ser lo que él quisiera. Un mar violeta. Olas lo suficiente grandes para tener valentía, pero no tanto como para avasallarte sin más. Las nubes siempre juguetonas y con forma graciosa. Un horizonte bordó que termine mucho más allá de África. Lo que él quisiera.
Me pregunté cómo sería transcurrir los días perdiéndose-de-ver ese charco que sólo parecía terminar al chocarse con el cielo. Pues claro, pensé, para Rubén el mar eran las cosquillas que el agua te hace al  atravesarte, ese momentito en el que sentís que flotas, el gusto salado en los labios. El sonido tormentoso de las olas al romper contra el suelo, la seguridad de volver a tocar el fondo. Para él el mar eran sacudidas, calor y frío, remolinos. Y también músculos que se relajan, dejándose llevar, flotando y por un segundo, consiguen superar la gravedad. ¿Cómo iba temerle a un mundo que no podía ver? A lo mejor allí se encontraba la respuesta a sus carcajadas, y a su gigante modo de saltar la vida.

Agus Terrizzano
Abril 2014

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