Detrás de un inacabable desierto se encuentra Las
Grutas. Ciudad balnearia preferida por los rionegrinos, y por algunos porteños
enamorados de huir de su ciudad. Ese había sido el destino elegido para las
vacaciones familiares y ahí estábamos, en el transcurso de otro día de playa.
Caminé hasta la orilla y dejé que el agua comenzara
a jugar entre mis dedos. Me divertía ese momento donde el mundo parecía perder
toda su rigidez y se te hundían los pies. Un día, de sopetón, quizás acabase en
China. Avancé unos pasos más. La piel de gallina invadió mi cuerpo. “Una, do,
li, tuá…” cantaba mi mamá unos metros más atrás. Desde siempre, el fin de ese
cántico había significado la hora de ser valiente y nadar. Así fue, me dejé ir
por las olas del inmenso Atlántico. Ese gran envase de litros y litros de agua
sin fin que imponía respeto a cualquiera que entrara en sus vaivenes.
Mi lugar preferido a la hora de meterme al mar
siempre fue esa línea donde se puede saltar las olas, o tirarse debajo de
ellas, pero sin que sean demasiado fuertes. Traumas de alguna barrenada fallida
que me había dejado panza arriba escupiendo arena sin más. Estaba ensimismada
manteniendo flote, cuando algo provocó que mi cabeza girara. “¡Arriba! Uh, ésta
es grande, ¡metete abajo! ¡Saltá! Otra más, ¡saltá, Rubén!” Esas indicaciones y dos potentes carcajadas eran las que llegaban a mis oídos. Imaginé que le
estarían enseñando cómo sortear olas, pero me asombraba la precisión del aviso
tanto como el magnífico accionar del aprendiz. Fue en ese micro-instante cuando
me di cuenta: para quien acataba órdenes no había horizonte, ni mar, ni agua,
ni olas, ni sal, ni arena y mucho menos luz.
Luz. En el universo de Rubén no había luz. Ni
sombras, ni colores. Sin embargo, tampoco había oscuridad. No, para nada, definitivamente
no había oscuridad allí donde sus pupilas se perdían en el infinito. Quizá
detrás de sus párpados hubiese un incesante cosmos de creatividad, pero ¿cómo
sabría que el azul era azul y el amarillo era amarillo? Pues claro, el mundo
podría ser lo que él quisiera. Un mar violeta. Olas lo suficiente grandes para tener
valentía, pero no tanto como para avasallarte sin más. Las nubes siempre
juguetonas y con forma graciosa. Un horizonte bordó que termine mucho más allá
de África. Lo que él quisiera.
Me pregunté cómo sería transcurrir los días perdiéndose-de-ver ese charco que sólo
parecía terminar al chocarse con el cielo. Pues claro, pensé, para Rubén el mar
eran las cosquillas que el agua te hace al
atravesarte, ese momentito en el que sentís que flotas, el gusto salado
en los labios. El sonido tormentoso de las olas al romper contra el suelo, la
seguridad de volver a tocar el fondo. Para él el mar eran sacudidas, calor y
frío, remolinos. Y también músculos que se relajan, dejándose llevar, flotando
y por un segundo, consiguen superar la gravedad. ¿Cómo iba temerle a un mundo
que no podía ver? A lo mejor allí se encontraba la respuesta a sus carcajadas,
y a su gigante modo de saltar la vida.
Agus Terrizzano
Abril 2014
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